Imagínate una carne perfecta. De esas que son obscuras por fuera, casi quemadas, crujientes; de esas en las que el tenedor se hunde como si fueran mantequilla y que luego cuando las atraviesa el cuchillo sueltan un jugo humeante, saladito. Una carne gruesa que es cada vez más roja por dentro, y en la que si te fijas bien se distingue una veta precisa, como la de un árbol.
Ahora imagínate que en medio de la contemplación de ese platillo suculento, justo cuando las esquinas de tu boca ya empezaron a salivar en anticipación del primer bocado, se escucha una voz de niña increíblemente intrusiva:
– Guácala, tiene vena-
De pronto la carne perfecta está dividida por una delgada línea azul. Una línea que cada vez es menos delgada y menos azul, porqué ahora que le pones atención, parece hincharse de líquido coagulado, violeta. El plato fuerte de hoy es cadáver. Tu filete es un pedazo de músculo arrancado de la espalda de una vaca muerta y el jugo que empapa tu puré, es sangre.
Es como estar en clase de anatomía. Reconoces los tendones que formaban una conexión con el hueso y que ahora son inútiles, la grasa amarillenta acumulada en las orillas, la vena que irrigaba los músculos y que permitía que éstos se contrajeran para crear movimiento. Tú también tienes tendones y venas y músculo, ¿Así te verías sobre un plato?
Consideras a los pobres animales asesinados, por que las vacas no son las únicas víctimas. También están los cochinitos y los pollitos y los borreguitos. Te acuerdas de Bambi y de la parte cuando un cazador mata a su mamá y él se queda solito bajo la lluvia. Decides nunca volver a comer carne.
Dejas el tenedor y alejas el mórbido platillo. Renuncias a las puntas de filete, a las chuletas de puerco, al pollo con mole, al pato a la naranja y a cualquier banquete cuyo protagonista no sea una lechuga.
Te olvidas para siempre del suadero, y procuras no pensar en cómo “Charly” moja la tortilla en la cazuela hirviendo antes de entregarte un taco tan suave, que se resbala por tu garganta con extraordinaria facilidad. Y en tus intentos por dejar atrás pensamientos impuros tu mente salta a la imagen de una tortillita con sal y tuétano; aunque no tanto a la imagen como a la textura, el calor y el sabor.
Tal vez no haya necesidad de abandonar el tuétano, de todas maneras no lo comes muy seguido y es difícil negarse a algo que se te antoja tanto. Pensar en huesos y médulas ya no te da asco, sino hambre. Una vez admitido este hecho vergonzoso debes aceptar que siempre pides tu cortes rojitos y que la carne cruda es la más apetitosa.
Eres un vampiro y disfrutas de la masacre de seres inocentes, la sola idea de llenar tu boca con su sangre te llena de placer. En un acto puramente carnívoro acercas tu plato, tomas el tenedor y le das una gran mordida al sacrificio del día. Te inundas de satisfacción. Todavía con la boca llena y con tus colmillos de fuera, sonríes.